Este relato recoge una experiencia vivida por algunos pobladores de San José de Maipo hace más de cincuenta años, alrededor de 1970. El hecho inexplicable ocurrió en el sector cercano a la actual medialuna del pueblo, donde hoy vive un grupo de trabajadores de una empresa de aguas. Nos concentraremos en los pasos que esa noche dio Don Javier, uno de los pobladores. Cuando la noche fría comenzaba a tejer su manto de cristal sobre el pueblo, Don Javier acostumbraba ir a buscar los caballos que pastaban a la orilla del río.
Esa noche partió a buscar a dos de ellos, y avanzando por la penumbra miraba las formas que se entremezclaban en la oscuridad y escuchaba los mil sonidos de las criaturas nocturnas que vivían allí. Apuró el paso, para estar lo más pronto posible de vuelta en su hogar, junto a su linda esposa. A Don Javier no le gustaba nada tener que salir a buscar siempre los mismos caballos en la noche, pero como eran de su mujer, a quien amaba mucho, lo hacía con placer.
Cuando ya pudo distinguir los caballos pastando cerca del río, tuvo la sensación de que la noche se aquietaba y que los sonidos dejaban de existir. Una extraña calma envolvió todo. Don Javier amarró los caballos a una soga que llevaba consigo y retrocedió hacia el camino que lo conduciría de vuelta a casa. Al notar que los sonidos habían disminuido y que el silencio era solamente interrumpido por sus ingratas pisadas en las hojas secas y la hierba, tuvo miedo. El miedo, creador de esperanzas y de vidas preocupadas, le asaltó repentinamente en su corazón de hombre insensible al temor, que, según él, sólo podía reposar en el alma de las mujeres. El nerviosismo, como borbotones de agua estancada, se le acumuló en la garganta y le ahogó un fuerte grito que quería nacer a la noche. Entonces avanzó hacia el camino que le conducía hacia la seguridad de su casa, con los caballos detrás de él.
Iban adelante con paso seguro y cuidadoso, pero, estando ya cerca de su hogar, Don Javier notó que los caballos se resistían a seguir avanzando. Por más que los golpeaba y amenazaba, estos se negaban a continuar, hasta que se echaron a tierra paralizados por un extraño horror animal. De nada le sirvió a Don Javier maldecirlos o conjurar al mismo demonio para que los hiciese caminar. Entonces se sentó junto a las bestias. Se sentía cansado y el miedo aún le perseguía, y en los oídos sentía el zumbido de mil abejas pegajosas de miel. El silencio le arrullaba hasta ponerle los pelos de punta. Sentía que algo iba a pasar. Y pasó, pasó algo que él jamás hubiese imaginado: en ese instante comenzó a temblar fuertemente. La tierra quejumbrosa se rebeló contra la quietud y el temblor se apoderó de aquella zona. Don Javier escuchó unos gritos que venían de las casas de los vecinos, que estaban frente a él y sus paralizados caballos. Entonces intentó moverse, pero sus piernas ya congeladas no le respondieron. Quería levantarse y huir...
De repente, cuando creyó que el temblor había cesado, miró con atención hacia el camino. Con gran espanto, como las restantes personas que cerca de allí se habían levantado a mirar, vio una forma negra, como de hombre, avanzando por el camino, precedido por un sonido de cadenas. La altura del espectro era cercana a los cinco metros, y al avanzar bramaba como un viento ronco de muerte y horror. A raíz de todas estas impresiones, Don Javier perdió el conocimiento, y cuando despertó se encontró con que el sol acariciaba su rostro y que su esposa e hijos lo miraban ansiosamente. Al levantarse y ser conducido a su casa, junto con los ya recuperados caballos, le contaron todo lo sucedido la noche anterior, de cómo el diablo o un espectro maldito había recorrido el camino de la vecindad, bramando en un lenguaje incomprensible y causando la conmoción y terror con las cadenas que arrastraba.
Con el paso del tiempo este relato se hizo exclusivo de los pocos que lo habían vivido. Fue como un secreto. La gran mayoría de aquellos pobladores murió, otros se fueron del lugar, no viéndoseles más por el Cajón del Maipo y sus alrededores. Don Javier también murió, y se dice que siempre en las noches, hasta el día de su muerte, oía las cadenas y bramidos de aquel ser de oscuridad y temor, como si en la noche de la aparición se hubiese ocultado en su alma para desaparecer de aquel entorno para siempre. Nadie lo volvió a ver nunca más.
Recopilado por Julio Arancibia O.
Publicado en “El Dedal de Oro” |