Lo común que estos tres seres tenían era el alcoholismo y el analfabetismo. La temprana edad de 9 años, Valenzuela huyó de aquel hogar miserable, aburrido de las diarias golpizas que caían sobre su espalda. Hasta los 21 años, José del Carmen trabajó como gañán en los fundos del sector, deambulando constantemente y bebiéndose los pocos pesos que lograba ganar. Además, infringía la ley con pequeños robos y hurtos. En los sectores marginales de la provincia de Ñuble, era conocido como “El Trucha”, “El Campana” y, más comúnmente, como “El Canaca”.
En julio de 1960, apareció en el fundo "Las Encinas" su morena figura. Quienes lo conocieron, lo describían de anchos hombros y sucios cabellos, tirillento, descuidado y barbudo. Fue entonces cuando Valenzuela conoció a la viuda campesina Rosa Elena Rivas Acuña, quien vivía con sus cinco hijos, cerca de las casas del fundo. El esposo de la mujer había muerto en una riña y ella ganaba trabajosamente el pan para sus hijos. El Chacal se allegó a su alero y ella vio en ese muchacho salvaje al hombre que podría ayudarla, sin imaginar el trágico final de la relación. Ya establecidos como pareja, fueron a vivir al sector de La Isla , cerca del puente sobre el río Nahueltoro. Bajo un frondoso quillay, Valenzuela construyó una quincha y allí se refugiaron todos como seres primitivos. Rosa criaba algunas gallinitas y lavaba ropas ajenas.
En sus tareas le ayudaban sus hijas Alicia, Rosina, Jovina y Judith cuyas edades fluctuaban entre los 10 y 4 años. Había además una guagua de sólo siete meses de edad, la hija menor del esposo muerto a puñaladas y que no había sido bautizada. El Chacal trabajaba un día sí y otro no, bebiéndose todos los pesos que llegaban a sus manos y los que ganaba la mujer. El día se tiñó de rojo El 20 de agosto de 1960 fue un día que quedará marcado en la memoria de muchos chilenos. Ese día amaneció despejado en el sector de Nahueltoro. El frío y las lluvias de la noche anterior dieron paso a un sol tímido al principio, pero que con el correr de la mañana calentó agradablemente la tierra. Rosa Elena Rivas decidió aprovechar el día en ir a cobrar un dinero que le adeudaban por la venta de unas gallinas, en el cercano pueblo de San Carlos.
Acompañada de su hija Alicia, la mayor, emprendió el viaje. A media tarde estaba de vuelta, pero le había ido mal. El microbús había tenido un desperfecto y quedaron a mitad de camino, por lo que decidiendo regresar. En un bolsón traía seis panes y, en una calabaza, tres litros de vino. Al rato, la calabaza estaba vacía, y José del Carmen dormía un estupor alcohólico, del que despertó solamente para perpetrar su horrible crimen. Cuando comenzaba a oscurecer, Valenzuela despertó. Según su versión, todavía se encontraba ebrio y con ganas de seguir tomando. Fue entonces cuando exigió a la mujer que le diera dinero, pues sabía que ella guardaba en un canasto cerca de 8 mil pesos del dinero que recibía mensualmente del Seguro.
Rosa Elena se negó, aburrida que Valenzuela gastara gran parte de los ingresos del pobre hogar en alcohol. La mujer nunca imaginó la respuesta del Chacal ante la negativa. Ciego de furia se abalanzó sobre ella. En sus manos brillaba peligrosamente un cuchillo “machete” enclavado en un palo y que servía como guadaña. El primer golpe lo recibió la indefensa mujer en el medio del cráneo. Una triste y cruda leyenda estaba comenzando. Una y otra vez dejó caer su arma sobre su primera víctima. Estando en el suelo, completamente inmóvil, pero con los ojos aún girándole en las órbitas, recibió un profundo corte en el cuello. No conforme con ello, José Valenzuela alzó una piedra de aproximadamente 10 kilos de peso y la dejó caer con furia en el abdomen de Rosa Elena. Otra piedra de similar tamaño siguió a la primera. Lentamente se apartó el asesino del lado del cadáver. Se colocó su chaqueta y pensó en su acción.
Existían testigos, no había que dejar ninguno. Debía matarlos a todos. Corrió al lugar en que jugaban las niñas. Su garrote cayó una y otra vez sobre los indefensos cuerpos, hiriendo, dañando, aturdiendo, matando. Cada una de las criaturas fue sacrificada a la monstruosidad de un hombre. Alicia fue la última. Hincada suplicó por su vida e hincada estaba cuando la guadaña le rebanó el cuello. La sangre salpicaba la ropa del chacal. Volvió a la quincha y del canasto extrajo su botín. Seis mil quinientos pesos, el precio de uno de los crímenes más horrible que haya tenido conocimiento el país. Se iba ya dispuesto a abandonar el lugar de su acción, cuando vio la guagua que lloraba en el suelo. Quedaba algo por hacer. Se dirigió a ella y le puso el pie encima, cargando todo el peso de su cuerpo.
Después la dejó ahí, viva, pero con las dos piernas quebradas. Corriendo se fue del lugar en busca de refugio. Seis días después, el 26 de agosto, unos campesinos descubrieron el macabro cuadro. La guagua había muerto de soledad, de hambre, de dolor. Los cuerpos mutilados de las niñas habían sido semi comidos por los ratones y las aves de rapiña. La mujer tenía los ojos abiertos, mirando horrorizada al infinito. La noticia se esparció rápidamente por todo el país, generando estupor a quienes la escuchaba. La policía se puso inmediatamente a trabajar. Como fuera había que encontrar a este séxtuple homicida.
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